10 de abril de 1975. Un equipo saltaba al césped del Vicente Calderón con ánimo de revancha, con sed de venganza y, tras hacer dos goles que remontaban el resultado de la ida, hacía, por fin, justicia. El Atlético de Madrid se proclamaba campeón de la Copa Intercontinental.

Ayer se cumplieron cuarenta años de ese partido, de la consecución de un trofeo que destaca entre los demás en las vitrinas del Museo Rojiblanco. Y es que cualquiera que conozca un poco la historia colchonera sabe que ese título suponía un desagravio ante la mala fortuna y rendía cuentas con el equipo que, apenas un año antes, había perdido su primera Copa de Europa por culpa de un minuto cruel.

Dicen que las comparaciones son odiosas pero, a veces, resultan inevitables. Porque ningún alma colchonera podrá borrar jamás de la memoria las dos finales de Champions. El maldito destino repitiéndose cuarenta años después. La última con un equipo cojo, mermado sin sus dos principales estrellas, agotado tras lograr una semana antes una Liga épica que nunca les creyeron. Dos finales perdidas en un minuto y una sensación de injusticia y fatalidad latente en todos los aficionados al fútbol -en todos menos en los de los equipos que jugaban enfrente-.

La Intercontinental, el máximo título al que se podía aspirar, mitigó ese dolor. Ofreció alegría y alivio a unos jugadores -y a una afición- que los merecían más que nadie. Y ofrece, cuarenta años después, esperanza. Porque si el año pasado se cumplía el cuarenta aniversario de una final perdida, éste lo hace de una final ganada. Al Atleti el fútbol y la historia, tras el gol de Schwarzenbeck, le debían una y se le devolvieron -más o menos- con la Intercontinental conseguida ante el Independiente de Avellaneda un año después.

Hoy, al Atleti, el fútbol y la historia le deben otra -y de las gordas-. Cuarenta años después de la primera. Puede valer. Podemos soñar.

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