El fútbol no es ajeno a la vida. Mueve las más altas y bajas pasiones y, como muestra de ello, provoca acciones que nunca pensarías que tendrían lugar. Aunque a veces el mundo ha seguido girando pese a las desgracias que suceden a su alrededor, en otras ocasiones pone la otra mejilla y planta cara a lo inhumano. Dos son los protagonistas de esta historia: Chile y la URSS, dos naciones enfrentadas por un Mundial en el que se disputaron mucho más. Alemania 1974 era el destino, pero el camino se llenó de demasiados escollos.

Chile, Perú y Venezuela se disputaban el liderato de un grupo cuyo fin era claro: llegar a la Copa del Mundo. Venezuela abandonó la lucha y, tras dos partidos que terminaron en tablas, tuvo que disputarse un tercero que sería el definitivo para los otros dos combinados. Chile se hizo con la victoria y ya soñaba con abandonar Sudamérica en busca de un título al otro lado del Océano Atlántico. Sin embargo, aún quedaba otro encuentro. Debían enfrentarse al ganador del grupo 9 de Europa, que previsiblemente iba a ser Francia pero que terminó siendo la Unión Soviética. Elegidos los adversarios, el primer partido se disputaba en Moscú, en el Estadio Lenin, el 26 de septiembre de 1973. Una gira de preparación con escala en Guatemala, El Salvador y México tenía como fin llegar reforzados a la fría URSS en aquel comienzo del otoño. Poco se esperaban ellos la devastadora llegada de Augusto Pinochet.

El 11 de septiembre de 1973, la democracia dirigida por Salvador Allende llegó a su fin en Santiago. El Palacio de la Moneda era bombardeado por los militares afines a Pinochet y Allende era encontrado muerto. Una de las dictaduras más sangrientas de nuestra historia comenzaba. Los jugadores de la Selección, concentrados para salir de viaje aquella misma mañana, volvían a sus respectivos hoteles ante la incertidumbre y el caos que asolaban la ciudad. Algunos fueron llamados al alto de camino en sus coches, pero su rol como futbolistas les daba cierta protección. No fueron detenidos y pudieron seguir su rumbo. El miedo no fue tan considerado y pronto fueron conscientes de que su vida corría peligro.

Chile, apoyado durante el gobierno de Allende por el rival en aquella pugna por una plaza en el Mundial, vio como la URSS les daba la espalda con la llegada de Pinochet. Once días después del golpe, el personal diplomático fue sacado del país y la embajada chilena de Moscú se clausuró. La cultura también le dio la espalda al nuevo régimen. El cantautor Víctor Jara fue asesinado y Pablo Neruda perdía la vida víctima del cáncer. Fuera de las fronteras, el mundo vivía ajeno a lo que pasaba Santiago y el resto del país. El Mundial tenía que disputarse y la Selección dirigida por Álamos tenía que viajar a Moscú.

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Futbolistas como Carlos Caszely o Leonardo Véliz, vinculados de forma activa al gobierno socialista de Allende, temían que su viaje a la Unión Soviética pusiese en riesgo a los familiares que allí dejaban. Aunque una insegura calma tranquilizaba a los jugadores, Pinochet había dado orden de que nadie podía abandonar el país. Sin embargo, el médico de la Selección, el doctor Jacobo Helo, era a su vez el médico personal de Gustavo Leigh, Jefe de la Fuerza Aérea. Logró convencer al militar de que la participación del país en aquel partido sería una buena manera de lavar la imagen de Pinochet fuera de Chile. Eso sí, salieron previa amenaza clara: si hablaban, sus familias sufrirían las consecuencias.

Emprendido el viaje y cerca ya de la frontera con la URSS, los futbolistas recibieron nuevas llamadas de atención. Podían ser secuestrados si pisaban suelo soviético y usados como rehenes para intercambiar por presos políticos. La hostilidad era más que palpable. Algunos fueron retenidos a la llegada al aeropuerto de Sheremetyevo. Sus caras «no parecían coincidir» con las que había en sus pasaportes. La guerra no era con ellos, pero en aquel territorio representaban a Pinochet y los soviéticos le plantaban cara. El 26 de septiembre se disputó el partido. Un dudoso empate a cero, en un partido donde las sospechas sobre un árbitro que era confeso anticomunista no tardaron en llegar. La clasificación para Alemania tendría que decidirse en Chile pero, ¿cómo estaban allí las cosas?

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Cualquier cosa que puedas imaginar es, sencillamente, un boceto amable de la realidad. El partido de ida, que debía disputarse el 21 de noviembre de 1973, tenía que tener lugar en el Estadio Nacional de Santiago. Aquel lugar, en cuyas gradas y césped se gritaba y festejaba por unos colores, pasó a ser un campo inerte, lleno de víctimas y estandarte de algo muy alejado a su imagen. Erigido como campo de concentración en la dictadura, la censura y los medios afines se ocuparon de negar las evidencias. Convertido en un particular infierno para sus víctimas, había sido designado como el lugar donde se disputaría el partido frente a la URSS. Mientras, los prisioneros eran maltratados cada día, llenando de sangre vestuarios, gradas y paredes. Gregorio Mena Barrales, preso de aquella época, recuerda las «Listas de Libertad». Cada día unos pocos elegidos eran liberados, después de firmar un documento en el que negaban cualquier maltrato, con las magulladuras aún recientes en sus inertes manos.

Conforme la fecha prevista para el partido se acercaba, nuevos presos eran liberados. Antes de disputarse, la FIFA y la Federación chilena debían dar el visto bueno al Nacional. Tras 48 horas en la ciudad y una visita al estadio, declararon que el lugar era «apto para disputar el encuentro». Miembros de las dos organizaciones eran custodiados por los militares, mientras algunos de los retenidos les miraban desde las gradas y otros eran encerrados en lo más profundo de sus entrañas. «Apto». La Federación trató de elegir otro lugar mientras los hombres de Pinochet eliminaban poco a poco los restos de sangre del césped y los asientos donde debía disputarse el encuentro. El dictador fue claro: o en el Nacional o en ninguna parte.

Francisco Fluxá, presidente de la Asociación Central de Fútbol (ACF), declaró en la década de los noventa que ninguno de ellos era consciente de la situación real que allí se vivía, aunque reconoció haber actuado con una ética reprochable. El objetivo era llegar a Alemania, el resto, poco importaba. El fútbol representaba la normalidad, el poder. Chile lo necesitaba.

Cuando nadie más parecía entrar en razón, sucedió lo inesperado. Los futbolistas de la Unión Soviética determinaron que no iban a disputar aquel partido. No irían a Santiago. Oleg Blokhin, presente en el encuentro celebrado en Moscú, reconoció que determinaron no acudir si era Pinochet quien estaba gobernando el país. Por sentido común, por su seguridad, pero, sobre todo, por solidaridad con el pueblo chileno, doblegado y maltratado por el dictador y sus hombres. El Kremlin les apoyó y la Federación emitió un comunicado. Nadie logró convencerles y la URSS quedaba fuera de la lucha por el Mundial.

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El 21 de noviembre los chilenos acudieron al estadio. Véliz tachó de «escalofriante» la experiencia. Aún había restos de lo sucedido en los vestuarios. Los jugadores saltaron al campo y Francisco Valdés anotó el gol que les llevaba a Alemania. El 5 de enero del 74 la FIFA aprobó su participación. No ganaron ni uno solo de los encuentros que disputaron. Mena Barrales, presente en el Nacional el día del plantón de la URSS, aunque en esta ocasión sin cadenas, observó desde las gradas la absurda situación. Murió años más tarde, en 1998, lejos de su Chile natal, cuando ya no existían ni la Unión Soviética ni la dictadura de Pinochet.

Y en aquel partido que ganó Chile, perdieron todos menos los soviéticos. Aquellos que fueron los únicos que decidieron no tomar parte en un circo montado por la FIFA, donde fue más importante jugar al fútbol que la propia vida.

Sobre El Autor

Laura Tirado

"Conseguir nuestro sueño pasa por ser valientes." Jürgen Klopp.

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